Algunos lectores se preguntarán cuál es la relación de un debate que tiene lugar en otro país con nuestra apremiante realidad nacional. Trascendiendo los pormenores del entramado del sistema de salud estadounidense, resulta particularmente instructivo —también para nosotros— lo que pone de manifiesto la prolongada pugna entre el proyecto presidencial y sus opositores. Más allá de las fronteras partidarias, están de por medio dos cosmovisiones antagónicas. En el lado de Obama, están los que consideran que el Estado debe jugar un papel primordial, procurando reducir el abismo entre los menos privilegiados y la élite; en el lado opuesto, los que exigen que hay que dejar al libre mercado los problemas de salud, incluso de los que no tienen cómo afrontarlos. A propósito, Mitch Steward, un activista cercano a Obama, apuntó lo siguiente: "Existe una diferencia fundamental sobre reglas de sentido común que protejan a las familias contra las peores prácticas de las aseguradoras y sobre garantizar que todos los estadounidenses tengan acceso a una atención médica". ¿Por qué tantos estadounidenses se resisten a un plan que en Europa, conservadores y progresistas, asumen como derecho básico e indiscutible? Porque en EE.UU. la solidaridad no es un principio fundamental, sino el actuar por cuenta propia. Frente a las crecientes cifras de desempleo o de trabajos de escasa calidad, resulta macabro insistir en un sistema que, en aras de la libertad, permite que millones de personas queden desamparadas, padezcan y mueran innecesariamente.
En el Perú nos suenan más familiares los argumentos de los conservadores del norte del hemisferio que los del consenso europeo. Parece inverosímil que no obstante la miseria de demasiados, haya tantos que se aferren a la idea del individualismo insolidario, sin asumir el hecho que el bienestar individual se quiebra con las fracturas del conjunto. Es disparatado alborotarse por el incremento persistente de la delincuencia y de la violencia cotidiana, sin atar cabos tan evidentes: si el que sufre, física y psicológicamente, no es asistido debidamente, se convierte en alguien que produce sufrimiento a los demás. Es realmente siniestro cuando, desde el poder, se anuncia la introducción del llamado Aseguramiento Universal en Salud. Se sugiere que ciudadanos de toda condición social, incluso de los remotos lugares, contarían con una cabal cobertura. Esto es, habríamos avanzado milagrosamente, mucho más que los pobres gringos.
Anuncios de este tipo anulan el contenido de las palabras y debilitan la capacidad de establecer nexos de sentido, puesto que colisionan con la realidad concreta de la abrumadora mayoría de la población, caracterizada por la indiferente desatención o el tratamiento médico de pésima calidad. Lo que nos dice la propaganda oficial nos despoja de lo que nos queda de razón y, como ocurre en las pesadillas, creemos que alcanzamos una acogedora playa, cuando adonde realmente llegamos es a las tinieblas.
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