40.- Londres (y Tesco y Portobello)
Me dijeron que Tesco era el supermercado más conocido, así que me fui allí a ver qué ofrecían sus estantes. Me pareció un lugar sin alegría. Muy bien ordenado, bastante funcional, adecuadamente abastecido, pero sin gracia, frío, lejano. Lo caminé por completo, me tenté con algunos dulces, me distraje con la variedad de yogurts y observé a los londinenses, tan aburridos como su supermercado, hacer las compras sin demasiada pasión, como quien cumple un rito que, de repetido, ha perdido significado.
Solo me llamó la atención la sección de las revistas. Se hallaba al lado de unas refrigeradoras inmensas que contenían decenas de sánguches empaquetados y listos para ser consumidos. Había revistas de todo tipo, abundaban las de fútbol y las de chismes, aunque la variedad alcanzaba para mil gustos. Lo gracioso fue hallar que las dedicadas a la decoración se encontraban especialmente protegidas de las manos de los curiosos dentro de bolsas plásticas transparentes. Todas las demás, inclusive las que mostraban mujeres en ropa de Eva y en acrobáticas posiciones (junto a avisos de nobles damas ofreciendo solidariamente sus servicios de compañía), se hallaban exoneradas de tan odiosas limitaciones plásticas y podían ser manoseadas libremente por los entusiastas que por allí transitaran con la excusa de comprarse de un emparedado de jamón.
Después de pagar los dulces que escogí, traté de hallar un taxi y un empleado me dijo que allí no había pero que podía llamar a la empresa "desde ese teléfono" que me señaló y que "demoran media hora en llegar". Yo, que en tres días ya me sentía local en Londres, respondí que mejor lo buscaba en la calle "porque estoy apurado". Salí envalentonado. La calle que pasaba al frente del edificio era una autopista y la otra hacía una curva extraña que empujaba a los taxistas a la derecha cuando yo los esperaba, impaciente y en el paradero, a la izquierda. Sesenta minutos después, capturaré uno.
"A la calle Portobello", dije en mi inglés tortuoso mientras acomodaba mi humanidad en esos inmensos asientos traseros que hacen algo menos infames las libras esterlinas que se van sumando a una velocidad trepidante en el taxímetro.
El mercado de Portobello es una calle de una docena de cuadras que bajan y suben por lo que alguna vez fue una verde colina. La primera impresión que me dio fue la de hallarme frente a un "mercado de pulgas", esos lugares donde es posible hallar de todo un poco y en los que las curiosidades son más frecuentes que los productos convencionales.
Empezando en la parte más elevada uno puede encontrar una variedad infinita de cosas. Desde una tienda de viejas máquinas de coser hasta otra donde venden planos y mapas antiguos y, entre una y otra, relojes viejos, máquinas de escribir, instrumentos musicales usados, muñecos, juguetes, implementos antiguos de golf o boxeo, miniaturas, cuadros y pinturas, ropa de pieles sintéticas y reales, alfombras, vestidos, bisutería de todas las formas y colores, zapatos, zapatillas, muebles, libros, adornos de todos los tamaños y cuanto quepa en la imaginación.
El lugar es eminentemente turístico. A diferencia del delicioso mercado dominguero que visité en Bruselas, donde el único turista era yo y en donde todos los que allí estaban eran residentes que iban a comprar lo que necesitaban para la semana, Portobello se hallaba inundado de extranjeros que colmaban las calles como una marea humana que entraba y salía de las tiendas desordenadamente. La pista estaba cerrada al tráfico de automóviles y por allí se movía la gente. Las veredas habían sido tomadas por vendedores ambulantes, muchos de los cuales, hasta donde entendí, eran parte de las tiendas formales que sacaban la mercadería con la finalidad de atraer la atención de la gente.
La experiencia fue interesante. La calle era un sitio animado, uno de los espacios más animados que hallé en Londres. La gente deambulaba arrastrada por la multitud. Visitaban una tienda, curioseaban en otra, compraban algo aquí, regateaban por algo allá, se tomaban un café o disfrutaban de una cerveza en los restaurantes y bares que aparecían cada tanto como para darle un descanso a los andantes. Se escuchaban todos los idiomas. Franceses, españoles, alemanes e italianos (y japoneses y rusos y de todas partes) llenaban esas veredas y lo hacían con un entusiasmo que le daba energía al lugar. Músicos callejeros hacían más ligero el ambiente y el público los rodeaba y ellos tocaban y se ganaban unas libras y avanzaban un poco más allá a buscar más clientes.
Portobello es bastante más desorganizado que el famoso Covent Garden (que, dicho sea de paso, me pareció demasiado preparado, demasiado "a la medida", demasiado copia hipertrofiada de lo que fue el viejo mercado de frutas y verduras, demasiado estilizado, demasiado hecho para atraer turistas dispuestos a gastar sin andar haciendo cuentas), sin embargo, Portobello tiene más variedad, más vida y más cara de verdad.
Si uno se anima y sigue caminando, entonces uno se encuentra con el mercado propiamente dicho, con los vendedores de verduras y de frutas, con manzanas chilenas, con plátanos centroamericanos, con aceitunas mediterráneas, con quesos de todas partes y con gente de verdad que está con su canasta haciendo las compras del día. También se topa uno con los puestos de comida al paso, callejera y olorosa, una paella española, unos chorizos alemanes, unos sánguches inmensos de atún o de pollo, unos panes calentitos que atrapan, unos bizcochos que provocan, unos pasteles que seducen y unos "braunis" colosales en los que el chocolate se derrite pecaminoso al contacto con los labios.
Y eso no es todo, si uno es más animoso aún y la emprende por la misma calle, pero un poco más allá, donde las multitudes languidecen y donde los turistas no ingresan, es posible hallar otro mercado, que es el mismo pero es distinto, localísimo, de cosas más viejas y de ropas más usadas. Las tiendas se tornan oscuras, los bares pierden a los bulliciosos visitantes y el ambiente se hace más pesado, más barrio pobre, más lugar común, más policías, más zona marginal inglesa, con cantinas destartaladas que huelen a rancio, donde esa cerveza prolongada a voluntad es, seguramente, la última que podrán tomarse ese día, y con una casa de apuestas, bastante descuidada, donde la gente, barbuda y desordenada, pone, en las patas de los caballos, sus ilusiones y sus pocas libras...
Desde la isla de Java, 14 de marzo del 2010
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JOSE LUIS MEJIA
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