domingo, 14 de marzo de 2010

montaigne

Montaigne


Por Federico de Cárdenas
En 1568, Michel de Montaigne (1533-1592) sufrió una grave caída de caballo. Su padre acababa de morir y el huérfano, una vez recuperado, consciente de la fragilidad humana, dejó su cargo de magistrado en Burdeos y se retiró a sus tierras de Périgord, disfrutando de su familia, de la vida campestre y de su gran biblioteca, contenida en la famosa torre circular de su castillo.
Montaigne decidió ser escritor, pero de un modo inédito hasta entonces, saltando en pequeños capítulos de un asunto a otro según se lo dictaran su ánimo, su fantasía y sus abundantes lecturas de los clásicos, a los que abordó en latín o griego. Vivía en diálogo con Platón, Epicuro, Séneca o Lucrecio, con los que discurría sobre el sentido de la vida o de la muerte, acerca de sí mismo y los otros, las pasiones, los goces y los misterios de la existencia, la amistad, el placer, la virtud o los males cotidianos. Llamó a sus meditaciones "ensayos" -iniciando este género literario- y solía leerlas a familiares y amigos. Eran su modo de conocerse, pero también de profundizar sobre la naturaleza humana.
Su autor, además de inteligente y lúcido, había viajado por Alemania e Italia antes de encerrarse con sus libros. Recibió de su padre una esmerada educación siguiendo a Erasmo, que lo privó de prejuicios a la hora de pensar y le enseñó tolerancia en una época en que su país se desgarraba en guerras de religión. Huyó de las abstracciones metafísicas y quiso comprender el mundo. "Filosofar es aprender a morir" suele ser su principio más citado. Los Ensayos, a lo largo de cuatro siglos, han influido en Descartes y Pascal, Goethe y Emerson, Nietzsche y Proust, Camus y Zweig. Flaubert se los dio a George Sand: "Léelos, y cuando acabes vuelve a leerlos. Son una maravilla". Como en tantas cosas, no se equivocaba.


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