PIEDRA DE TOQUE
Israel: La amistad difícil
Cada día es más difícil ser amigo de Israel, salvo para los incondicionales convencidos de que todo lo que hacen las autoridades israelíes es bueno, que todos los palestinos son terroristas y que las críticas a la política de Israel son siempre producto del antisemitismo. Yo sigo siéndolo, pese a la repugnancia que me inspira su Gobierno actual, la intransigencia fanática de sus colonos y los abusos y, a veces, crímenes que Israel comete en los territorios ocupados y en Gaza, o fuera de sus fronteras, como ocurrió hace poco con los nueve muertos y las decenas de heridos de la Flotilla de la Libertad.
Esta última es solo una de las caras de Israel. Hay otra, admirable y ejemplar, desdibujada por la primera, pero más permanente y representativa, la de un país democrático y pionero, que, en medio de un desierto y a la vez que libraba tres guerras, ha sido capaz de construir una sociedad del primer mundo, próspera, moderna, pluralista y de instituciones sólidas, y de integrar en su seno a gentes procedentes de todos los rincones del planeta, de costumbres, lenguas y tradiciones diferentes. Aunque no lo sea para los árabes, esta sociedad es para los israelíes absolutamente libre y en ella se ejerce, de manera sistemática, la crítica al poder, a todos los poderes, con una pugnacidad y virulencia que nunca ha conocido un país del Medio Oriente y que es infrecuente incluso entre las más avanzadas democracias del Occidente. Lo trágico, para mí, es que quienes se oponen a la política de Netanyahu y bregan por la paz y una solución negociada del problema palestino son, hoy por hoy, una minoría electoral.
Pero están allí, movilizados, inasequibles al desaliento. Yo acabo de pasar nueve días con algunos de ellos, y, por eso, pese a todo lo que ha ocurrido y puede ocurrir en un futuro inmediato, creo que todavía hay esperanzas de que se revierta la tendencia en la que parecen ganar terreno los halcones de Israel y los terroristas de Hamas, y resucite el espíritu de Oslo, cuando la paz estuvo tan cerca y la frustró el asesinato de Yitzhak Rabin.
Esta es la quinta vez que vengo a Israel. Llegué muy pocos días después de la torpeza que cometieron las autoridades impidiéndole el ingreso al país a Noam Chomsky —nadie como ellas para contribuir con sus metidas de pata al desprestigio de la imagen internacional de su país— y partí tres días después de que los comandos israelíes asaltaran en aguas internacionales el Mavi Marmara perpetrando unas violencias inútiles que han hecho tanto daño a la imagen de Israel en el mundo como la invasión del Líbano, lo han enemistado con Turquía, su único aliado entre los países musulmanes, y han atraído sobre él una tempestad de condenas y críticas que está lejos de cesar. Pero me consta que sobre todos estos temas ha habido en Israel protestas enérgicas de esa minoría de "justos" —en el sentido que daba Albert Camus al vocablo— que son la reserva moral de ese país.
El día que di una conferencia en la Universidad Hebrea de Jerusalén vi partir de allí una manifestación de estudiantes árabes e israelíes, con carteles contra las tomas de viviendas efectuadas por los colonos en la localidad de Sheikh Jarrah y, al día siguiente, estuve en la plaza vecina a este barrio donde, todos los viernes, se manifiestan varios centenares de personas en contra de este último intento del movimiento colonizador extremista Gush Emunim de invadir y ocupar casas y terrenos palestinos. Allí me encontré con viejos amigos, como el escritor David Grossman, que perdió un hijo en la guerra de Líbano y sigue, impertérrito, con su poderosa autoridad intelectual y moral, liderando las campañas a favor de la paz y de la sensatez política frente a quienes, víctimas de la paranoia y la arrogancia, creen que solo la fuerza bruta garantizará la seguridad de Israel. Estaban también Amira Hass, la periodista israelí que desde hace años vive en los territorios ocupados —lo hizo primero en Gaza y ahora en Ramallah— desde donde, gracias a sus crónicas en "Haaretz", mantiene un puente vivo de comunicación con la sociedad palestina, y mi amigo Meir Margalit, dirigente de una organización de voluntarios israelíes que reconstruyen las casas de los árabes dinamitadas por el Tsahal por pertenecer a parientes de palestinos acusados de terrorismo. Meir es ahora concejal del Ayuntamiento de Jerusalén donde da una diaria batalla con su compañero de partido, Yosef Alalu, profeta laico de barbas bíblicas, a favor del diálogo, la negociación y la paz.
También estaba allí Yehuda Shaul, fundador de Breaking the Silence (Rompiendo el Silencio), organización integrada por ex soldados del ejército de Israel, empeñados (son sus palabras) en "abrir los ojos de israelíes y extranjeros sobre los excesos y violencias que comete nuestro Ejército con los palestinos". Yehuda es religioso, no político. El fuego que lo anima es moral y cívico, como a sus compañeros. Las exposiciones que organiza —ahora hay una en el Círculo de Bellas Artes de Madrid— muestran, a base de fotos, videos y testimonios de militares, el vía crucis palestino. Con Yehuda estuve todo un día recorriendo las cuevas del sur del Monte Hebrón, espectáculo deplorable de campesinos y pastores árabes que, despojados de sus tierras por los colonos de Gush Emunim, se aferran desesperados a un territorio, cercado por puestos militares, donde los escasos pozos de agua que existían han sido cegados por los invasores para obligarlos a partir. La inmensa mayoría de los israelíes, que han alcanzado tan altos niveles de vida como los de los países más avanzados, no sospechan siquiera que, a muy poca distancia de sus higiénicas viviendas, lindos jardines, fértiles tierras e industrias de alta tecnología, malvive una sociedad miserable condenada —si no cambian antes las cosas— a la desaparición.
Pero todavía es peor el espectáculo que ofrece Gaza, adonde volví luego de cinco años, un día después del asalto de los comandos israelíes al Mavi Marmara. Las casas bombardeadas en los barrios de Beit Lahiya, al norte de la Franja, y de Ezbt Abed Rabbo, lucen sus interiores desventrados, sus muñones de fierros y sus escombros por doquier. Lo peor no es la desolación del panorama, sino advertir que, en esas ruinas a punto de desplomarse, viven familias enteras, nubes de chiquillos desarrapados y descalzos que trepan y saltan entre los derrumbes con total inconsciencia del peligro que corren. Bernard-Henri Levy niega, en un artículo publicado en "El País" el 8 de junio, que en Gaza haya hambre, pues Israel, dice, permite entrar camiones con alimentos diariamente a la franja. Está muy mal informado. En Gaza hay hambre, desnutrición, enfermedades que no se pueden curar y gente que muere por falta de medicinas y por falta de repuestos para los equipos médicos, como lo descubre cualquiera que visita el Al-Shifa Hospital y habla con sus médicos y se horroriza con las condiciones en que trabajan.
El bloqueo de Gaza no tiene excusa alguna pues condena a su millón y medio de habitantes a una muerte lenta. Las principales víctimas no son los terroristas de Hamas sino los seres más desvalidos: los viejos, las mujeres, los enfermos y los niños. El bloqueo no les permite exportar ni importar, ni siquiera pescar pues apenas se les autoriza a hacerlo dentro de las tres millas marinas de la playa ¡donde no hay casi peces! Quienes viven en esas condiciones difícilmente pueden evitar llenarse del odio y resentimiento que hizo posible la victoria electoral de los fanáticos de Hamas. ¿Volvería ahora a ganar las elecciones la organización terrorista? Casi todas las personas con las que hablé en Gaza me aseguraron que hay una decepción muy extendida con las autoridades actuales y que Al Fatah ha recuperado la popularidad que tuvo en tiempos de Arafat. Este fenómeno se debe, en gran parte, al auge económico que han tenido en este último tiempo las ciudades palestinas de Cisjordania, gracias a la política del primer ministro Salam Fayyad.
Una de las grandes paradojas de lo que ocurre ahora en Israel es que, por primera vez en los 35 años que vengo visitando el país, todos los israelíes con los que conversé —y fueron muchos— aceptaban como principio, algunos con alegría y otros con resignación, la fórmula de dos estados independientes como solución del problema regional. ¿Cuál es la razón, entonces, de que no haya negociaciones? Los colonos. Son solo unos cuatrocientos mil, pero activos, recalcitrantes y fanatizados. Sin embargo, en una cena donde el periodista Gideon Levy, a la que asistían dos escritores que yo admiro, A. B. Yehoshúa y Amos Oz, este último me aseguró que solo una fracción de unos pocos miles de colonos resistirían con las armas un acuerdo palestino-israelí. Lo que falta no son ideas ni buena voluntad, sino un líder lúcido y valiente que actúe. ¡Ah, si los justos de Israel estuvieran en el poder!
TEL AVIV, JUNIO DEL 2010
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