SEMANA SANTA
La Iglesia Católica y la democracia
Maquiavelo nos propuso hace ya cinco siglos entender el funcionamiento de la política por sí misma, separada de los fundamentos morales y religiosos de su tiempo. Más que desconocer la importancia de la religión, el florentino recorría el largo camino de la separación entre el Estado y la Iglesia.
Tres siglos después, el francés Alexis de Tocqueville —un atento observador de la realidad democrática que se estaba construyendo en Estados Unidos de Norteamérica y del mundo posterior a la Revolución Francesa— reflexionaba sobre la lucha contra los privilegios y pronosticaba el avance inexorable de las sociedades igualitarias.
En ese contexto, en contraste con la visión tradicional que percibía en la Iglesia una institución hostil a la igualdad, Tocqueville expresó su desacuerdo. "Nada hay en el cristianismo esencialmente contrario al espíritu de estas sociedades, y muchas cosas le son favorables", sostenía.
Desde luego, se requería eliminar las prácticas aristocráticas de la Iglesia, pero eso no implicaba convertir en "irreligiosas" dichas sociedades. Aún más, refiriéndose a la experiencia estadounidense, afirmaba que allí no existía una sola doctrina religiosa que se mostrase como enemiga de las instituciones democráticas y republicanas.
Apenas seis años atrás, el reconocido filósofo alemán Jürgen Habermas y el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, sostuvieron una conversación sobre los fundamentos morales del Estado Liberal. En su diálogo se buscaba entender cómo era posible mantener cohesionadas sociedades plurales y secularizadas como las contemporáneas. Ambos coincidieron en que siempre será necesaria la solidaridad de todos, sean creyentes o no creyentes. En razón de ello, adoptar una política laica no implicaba tirar por la borda los lenguajes religiosos, sino alentar el aprendizaje mutuo entre la razón y la fe.
Todo lo anterior nos debe llevar a comprender que las confesiones religiosas reconocidas por el Estado, y la Iglesia Católica en particular, no constituyen un obstáculo ni un impedimento para la afirmación de un Estado laico y democrático. Resultan, en cambio, un elemento indispensable para conferirle sostenibilidad y cohesión a una democracia tolerante y plural. La apuesta por la solidaridad y por el aprecio hacia el prójimo son valores cruciales que todas las democracias necesitan para subsistir.
No obstante, para que lo anterior funcione, es imprescindible afianzar el diálogo entre los valores religiosos y las prácticas democráticas. Demanda reconocer los límites de ambas esferas, pero también su interdependencia. Es evidente que la democracia no puede vivir solo de la razón; necesita llegar al corazón de las personas.
Debemos, entonces, moderar las voces que llaman a retirar el apoyo a la Iglesia Católica en nombre de la construcción de una sociedad laica y moderna. Nuestra Constitución y mi convicción personal me llevarán siempre a defender la libertad en materia de creencias y la tolerancia como valor fundamental, dentro de los naturales límites del respeto irrestricto de los derechos fundamentales. Pero esto no me impide reconocer que una democracia requiere una institucionalidad religiosa fuerte, abierta e integrada a dicho proyecto, una institucionalidad que en nuestro país es mayoritariamente católica.
En consecuencia, no hay que desoír el consejo de Tocqueville: "Cuando una religión cualquiera ha echado raíces profundas en el seno de una democracia, guardaos de quebrantarla; tratad más bien de conservarla cuidadosamente".
Ojalá que todos, creyentes o no, lo comprendamos.
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