¿Quién cree que la corrupción navega en un barquito de papel?
El presidente electo Ollanta Humala debe estar viendo por primera vez desde la cumbre del poder cuán largos son los tentáculos de la corrupción y cuán cercana y sorprendente puede ser su amenaza.
Los extraños contactos de su hermano Alexis en Rusia, felizmente desautorizados y sometidos a investigación, tienen que haberlo llevado a la comprobación de que las dos palabras que más utilizó durante su campaña electoral, moralidad y honestidad, van a cobrar su precio en oro no solo a su gobierno y a él mismo, sino también, y sobre todo, a su entorno familiar.
El otro código que debe haber descifrado el mandatario entrante es que la lucha anticorrupción que le labró la victoria sobre Keiko Fujimori y que él quiere liderar, no tiene que estar hecha solo de buenos discursos ni del mejor power point capaz de registrar la criminalidad estatal bajo otros gobiernos, sino de una decisión y voluntad propias muy bien estructuradas.
Esto pasa por entender 1) que la corrupción no navega en un barquito de papel al cual se puede aplastar con una mano o deshacerlo con la otra en sus aguas; 2) que permanentemente ella está presente al otro lado de la mesa en cualquier acción o negociación gubernamental sin transparencia; y 3) que precisamente esta –la transparencia– tendría que formar parte intrínseca de esa decisión y voluntad propias, comenzando por crear filtros muy rigurosos en la elección de los hombres y mujeres de confianza que se incorporarán a los más elevados cargos de la próxima administración.
Ollanta Humala ha hecho bien en quitarle a su hermano el piso representativo gubernamental que pretendía construir de facto en Rusia, en separarlo temporalmente del partido y en someter sus actos a investigación. Pero el Comité Ejecutivo de Gana Perú ya no debe tener en su interior, como miembros activos, con voz y voto, al propio Humala y familiares. Si esta instancia partidaria quiere ser garante de la lucha contra la corrupción, tendrá que asegurar reservas de control y fiscalización que no conviertan a nadie, menos aun al presidente de la República, en juez y parte.
La palabra corrupción está tan trillada que parece significar mucho o no significar nada. Todo por no llamarla por su nombre real: criminalidad gubernamental o criminalidad estatal, para citar el ámbito más común en el que se mueve y para aludir, de paso, a la necesidad de su penalización más severa. Y la manera más eficaz de combatirla no consiste en nombrar un zar con el perfil persecutor de un Omar Chehade ni en edificar muros legislativos de contención ni en armar artillerías pesadas policiales, fiscales y judiciales, sino simplemente en gerenciar debidamente los proyectos y servicios del Estado, con la mayor luz pública sobre sus índices de satisfacción e insatisfacción.
Humala podrá ser perdonado de muchas cosas, hasta de creerle a un asesor suyo de que puede venderse un balón de gas a 12 soles, pero difícilmente del incumplimiento de sus promesas de moralidad y honestidad, de las que ha hecho un sello distintivo que su ejercicio presidencial exhibirá desde el 28 de julio.
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